Ya es hora de que las estudiantes le digan al lobby académico pro-regulación: #TimesUp [Se acabó]12/5/2018 RENEE, 1 de febrero de 2018 Feminismo y derechos de las mujeres Traducción: Jacqueline Cruz Revisión: Olga Baselga / Maite Sorolla Original: It’s time students told pro-sex trade academics: #TimesUp Anuncio: TRABAJADORAS SEXUALES Se necesitan participantes para un proyecto sobre las experiencias de las trabajadoras sexuales en Nueva Zelanda Si:
¡Me encantaría hablar contigo! Estoy trabajando en un proyecto de investigación sobre las experiencias de las trabajadoras sexuales en Nueva Zelanda. El proyecto, dirigido por la Dra. Lynzi Armstrong, Profesora de Criminología de la VUW, examina, desde la perspectiva de los derechos de las trabajadoras sexuales, cómo se trata a éstas en la sociedad neozelandesa. Yo estoy afiliada al NZPC y la investigación es confidencial. Todas las participantes recibirán un cheque regalo de 50 dólares para agradecerles su tiempo ¿Estás interesada? ¿Tienes alguna pregunta? Puedes ponerte en contacto conmigo escribiéndome a [email protected] o llamándome al NZPC los martes o jueves, al (04) 3828791. El hecho de ponerte en contacto conmigo NO te compromete a participar. Esta investigación ha recibido la Aprobación Ética del Comité de Ética de la Universidad Victoria de Wellington Nº 0000025395] Ejemplo de anuncio sesgado solicitando voluntarias para entrevistas, indudablemente una ofensa para las supervivientes de la prostitución, especialmente las que hayan tenido experiencias negativas con el Colectivo de Prostitutas de Nueva Zelanda (NZPC). Cuando empecé la universidad en 2003 distaba mucho de definirme como feminista. Al igual que muchas neozelandesas recién salidas del instituto, mis convicciones eran nobles aunque ingenuas, y casi no me fiaba de ellas, ya que me daba la sensación de estar poco informada. Para mí, la resistencia consistía en elaborar carteles contra la industria de la belleza –que nunca llegué a colgar— y en fantasear, junto con una amiga, con arrojar huevos a una valla publicitaria del centro comercial del barrio en la que se anunciaba cirugía estética con el lema Alcanza tu máximo potencial. Me irritaba que esas industrias se lucraran a costa de socavar la autoestima de mujeres y niñas, dejándonos como única opción matarnos de hambre, pero no me sentía capacitada para defender dichas acciones y por eso no las llevé a cabo. En cambio, no sentía la misma rabia contra mis compañeros misóginos del instituto, que también buscaban cualquier oportunidad para socavar mi autoestima, porque, sencillamente, su comportamiento me parecía normal. Consideraba inevitable que los chicos me siguieran al salir del trabajo, me tocaran el claxon y me gritaran desde el coche al salir del instituto, expresaran su fantasía de verme representando escenas de porno, me llamaran “puta”, me hicieran gestos alusivos al sexo oral en clase o me presionaran para morrearme con ellos en las fiestas. Me tragué la justificación de que “los hombres son así” y me encogí para caber en el pequeño espacio que dejaban tras apropiarse de todo aquello a lo que al parecer tenían derecho por naturaleza. A los dieciocho años me matriculé en la universidad. Estaba nerviosa porque pensaba que la mayor parte de las alumnas de primer año serían mucho más inteligentes, atractivas y experimentadas que yo, pero también estaba entusiasmada. Estudiar extirparía mi sensación de vergüenza, ensancharía mi encogido ‘yo’ y me daría las herramientas para movilizar esa conciencia social con la que me costaba cargar: al fin y al cabo, las universidades están para eso y yo lo esperaba con ilusión. Me daba vergüenza seguir participando en los ayunos de 40 horas de World Vision por la sencilla razón de que no se me ocurría nada mejor para luchar contra problemas sociales tan acuciantes como la pobreza en el mundo; me avergonzaba tanto como cuando me llamaban “puta” en el instituto. Me sentía inmadura, pero estaba convencida de que la universidad me ayudaría a madurar. Durante los tres años del grado, fui familiarizándome con las teorías posmodernista y del relativismo cultural. Retrospectivamente, me doy cuenta de que esos paradigmas están diseñados para dispersar y disipar la energía encerrada en cualquier conciencia social inquieta. En mi carrera, Historia del Arte, los análisis del “arte femenino” estaban muy sexualizados – las mujeres hacen arte sobre “el cuerpo” –, como si fuéramos cadáveres y como si la asociación del hombre con la mente y de la mujer con el cuerpo fuera muy vanguardista y no la dicotomía sexista más antigua del mundo. Resulta difícil confrontar este tipo de misoginia cuando no se cuenta con marcos de referencia alternativos y resulta difícil buscar dichos sistemas cuando se inculca la idea de que no existe ninguna verdad, porque la “verdad” es relativa, un mito. Cuando terminé la carrera, me sentía desorientada, confundida acerca de dónde terminaba la “cultura” y empezaban los derechos humanos, sin más conocimientos sobre el feminismo que cuando entré y sintiendo todavía una profunda vergüenza. Comencé a politizarme en serio en la Facultad de Educación de la Universidad Victoria, en 2011. La perspectiva de hacerme cargo de un montón de aulas infantiles hizo que se afinase mi olfato para detectar sandeces. Esperaba que se me formara para asumir esa responsabilidad y no estaba dispuesta a conformarme con menos. Con esa actitud, vi claramente que en su formato actual la universidad no cumple con la misión de concientizar, sino que es una institución neoliberal. Comprobé que, de hecho, la manera en que se enseña alfabetización a quienes ejercerán el magisterio en el futuro, no sólo es engorrosa y casualmente lenta a la hora de cerrar la brecha educativa en este país: Si se analiza en detalle, las teorías y los métodos que se emplean en la universidad son en realidad parte de las razones por las cuales existe precisamente esta brecha Me di cuenta de que la universidad no sólo no actúa para ofrecer soluciones a los problemas sociales, sino que en realidad es parte del sistema que los crea, exacerba y perpetúa. En 2013 conocí a Pala Molisa, un profesor ni-Vanuatu de la Facultad de Empresariales de la Universidad Victoria cuyo trabajo está profundamente influenciado por el feminismo de su madre, Grace Molisa, y gracias a él descubrí toda una bibliografía de la que nadie me había hablado en la universidad: obras auténticamente feministas que me ayudaron a comprender las cuestiones que me inquietaban, como la pobreza en el mundo, la cual no casualmente es un problema ante todo femenino, y las perniciosas prácticas de la industria de la belleza que siempre había detestado. También me ayudaron a examinar y entender cómo me trataban mis compañeros en la adolescencia, así como la vergüenza consiguiente. Me enseñaron que sus comportamientos estaban relacionados con la adicción al porno, que yo conocía pero aceptaba como algo normal, y que dicha adicción sustenta una industria que vulnera a las mujeres que participan en ella mucho más de lo que me afectó a mí. He visto a muchas estudiantes parar a Molisa por la calle para agradecerle su trabajo como profesor y mentor, y la Universidad Victoria debería estar orgullosa. Él es la excepción que confirma la regla en Nueva Zelanda, donde las universidades no se caracterizan precisamente por su carácter feminista. Hacia 2016 comencé a reparar en que mis conclusiones sobre la brecha educativa también eran aplicables a la misoginia. La universidad no sólo no contribuye a combatir las injusticias y las crisis sistémicas, sino que en realidad alimenta los mecanismos que las provocan, lo cual es inevitable cuando las narrativas y las explicaciones dominantes de las normas culturales y sociales se basan en el relativismo y el posmodernismo: resulta difícil luchar contra la injusticia cuando no parecen existir motivos sólidos para hacerlo. Y mientras que las mujeres no luchen contra ella, la misoginia no sólo no desaparecerá, sino que se seguirá fomentando, porque es ahí donde reside el lucro y desde donde se ejerce una aplastante presión. La revista Massive, distribuida por la Universidad Massey, lo muestra claramente en su número de marzo de 2016, cuya portada de estilo manga ilustra un reportaje sensacionalista sobre el creciente número de estudiantes universitarias que ejercen la prostitución para pagarse los estudios. No es el único artículo de este tipo. Como hemos contado anteriormente en este blog, tanto Massive como Salient [revista de la Universidad Victoria] se dedican habitualmente a promocionar la prostitución. Y el Consejo de Prensa, un organismo del sector, las apoya: en 2016 desestimó una denuncia contra la mencionada portada de Massive y en 2017 otra contra Salient por su largo historial pro-regulación. Lo cual, por otra parte, no debería sorprendernos: el Consejo de Prensa está integrado por representantes del sector, incluyendo periodistas de medios sensacionalistas, que ni siquiera se plantean los efectos que la objetualización tiene sobre nosotras las mujeres. Como si no pasara nada, vaya. Es evidente que dicha promoción de la prostitución por parte de medios universitarios como Salient y Massive no proviene del alumnado: no puede ser casualidad que año tras año publiquen la misma visión de ella, por lo que debe de tener otras fuentes. Que no son, por cierto, las mujeres prostituidas, quienes son en su mayoría pobres y de color, y carecen de influencia sobre los medios de comunicación y menos aún sobre la configuración de las narrativas dominantes. Sin embargo, el lobby pro-regulación aprovecha cualquier oportunidad para convertir a las mujeres en mascotas que repiten como loros que “a las mujeres les encanta el trabajo sexual” y los medios estudiantiles, que quieren dar la impresión de ser audaces y atrevidos, reproducen alegremente este mensaje. Las revistas estudiantiles suelen achacar la promoción de la prostitución a los grupos universitarios o las asociaciones de mujeres, “feministas” o “queer” a quienes invitan a editarlas. A su vez, estos colectivos siguen las directrices de los departamentos de Estudios de Género y del lobby pro-regulación. El Colectivo de Prostitutas de Nueva Zelanda (NZPC), cuyo nombre sugeriría que se trata de un movimiento de base, es en realidad la sucursal neozelandesa de un lobby internacional pro-regulación llamado Red Global de Proyectos de Trabajo Sexual (NSWP), la organización detrás del logo del paraguas rojo. A la NSWP también le debemos la normalización de la expresión “trabajadoras sexuales”, la cual, según reconoce la propia organización, incluye a los proxenetas que dirigen el lobby, y anima a las mujeres a reivindicar la palabra “puta”, una estrategia que Salient siguió utilizando diligentemente en 2017. El NZPC mantiene estrechos contactos con muchos grupos y revistas estudiantiles, y en 2010 estuvo reclutando activamente a estudiantes chinas de la Universidad de Auckland con un panfleto en chino titulado Trabajar en Nueva Zelanda. En cuanto a los departamentos de Estudios de Género, se apropiaron de los Estudios de las Mujeres a finales del siglo pasado, como parte de la reacción contra la segunda ola del movimiento feminista. El libro The Sexual Liberals and the Attack on Feminism [El liberalismo sexual y los ataques contra el feminismo] constituye una excelente antología de documentos y perspectivas feministas sobre dicha reacción. Uno de los representantes locales de la reacción misógina es el coordinador de programas del NZPC Calum Bennachie, un “académico” especializado en Estudios de Género. En un artículo publicado en el boletín de la NSWP en 2010, titulado Their Words Are Killing Us [Sus palabras nos están matando], atacó duramente a Sheila Jeffreys, una de las colaboradoras de la antología Sexual Liberals, presentándola como portavoz del tipo de feminismo que es directamente responsable de la violencia en el ámbito de la prostitución: según él, cuando se describe su carácter explotador, se genera el presunto “estigma” que a su vez provoca la violencia. Existen pocos ejemplos tan representativos de cómo los Estudios de Género participan en el desarrollo del “doblepensar” de quienes encabezan la reacción antifeminista y regulacionista. Las ideas complementarias según las cuales las mujeres son responsables de la violencia por el simple hecho de percibir la prostitución como explotación, mientras que los puteros no son más que pobres hombres solos por quienes las mujeres prostituidas “eligen” ser folladas están extendidas e institucionalizadas en Nueva Zelanda. El NZPC fomenta esta idea con la ayuda de subvenciones gubernamentales, respaldo académico y representación tanto en la prensa sensacionalista como en la de izquierdas, la radio y los medios digitales. No deja de ser irónico que la opinión de que las “mujeres eligen el trabajo sexual” esté por todas partes y, al mismo tiempo, se muestre reiteradamente como una perspectiva “marginada”. En los medios de izquierdas, los medios sensacionalistas, las ponencias y revistas académicas, la radio y las revistas generales se publican infinidad de artículos con quejas de que “en tanto trabajadora sexual, mi voz está marginada”. ¡Por favor! Los relatos detallados y exhaustivos de quienes se definen como supervivientes de la prostitución, porque se niegan a aceptar que la prostitución sea “sexo” o “trabajo”, brillan por su ausencia. ¿Dónde podemos leer u oír testimonios de mujeres que se sienten afortunadas por haber podido dejar la prostitución, o están luchando aún por conseguirlo, sin que sus palabras sean impugnadas, socavadas o tergiversadas para favorecer a la industria? Sólo en las obras de las feministas a quienes los hombres como Bennachie atacan e intentan censurar y silenciar. ¿Nadie se da cuenta de lo que está pasando aquí? Huelga decir que la investigación académica no debería favorecer a la industria ni promocionar sus eslóganes. Y mientras el mundo académico siga defendiendo a los portavoces de la industria, no habrá lugar para el tipo de análisis que se supone que las universidades deberían impulsar: análisis críticos y concienciados de las ideologías con afán de lucro. Quienes desde el ámbito académico refuerzan el eslogan de la NSWP de que “el trabajo sexual es trabajo” contribuyen a marginar a las supervivientes e incumplen abiertamente su responsabilidad como intelectuales. Sin embargo, gracias en gran medida a la total despenalización, y por tanto legitimación, de la prostitución en Nueva Zelanda, actualmente lo que prevalece en el mundo académico es el lobby pro-regulación. Todas las principales universidades neozelandesas cuentan con profesorado regulacionista. Bridie Sweetman es asesora jurídica del NZPC[1] y colabora con Gillian Abel, Lisa Fitzgerald y Cheryl Brunton, cuyas investigaciones en la Universidad de Otago promocionan la industria. Irene de Haan colabora con Natalie Thorburn en la Universidad de Auckland en una investigación que podría parecer crítica si no fuera porque describe a las niñas prostituidas como “trabajadoras sexuales infantiles”, con lo cual en última instancia adopta una postura regulacionista, la misma que Thorburn en su trabajo como asesora en materia de políticas del Centro de Acogida para Mujeres Maltratadas. Por su parte, Madeline V. Henry, también de la Universidad de Auckland, colabora con Panteà Farvid, cuya farragosa y enrevesada visión de la prostitución llega hasta el punto de defender la idea de que apoyar a esta industria hipercapitalista es una forma de “marxismo”. Recientemente Farvid fue la editora invitada de un número de Women’s Studies Journal absolutamente tendencioso sobre el “trabajo sexual”. En su confuso editorial, a la vez que sostiene que el regulacionismo es marxista aun cuando la prostitución mercantilice el sexo, afirma que la industria no es sexista, aunque esté “generizada” y pase por alto el comportamiento de los puteros; que contiene “asimetrías” de poder pero no es abusiva, y que de alguna manera es “transgresora” en un sentido feminista porque deja “traslucir” la explotación universal, sexual y económica, que sufren las mujeres bajo el patriarcado. El número, en el que no se atisba ningún intento de imparcialidad, y menos aún de conciencia crítica, incluye también varias colaboraciones de integrantes del NZPC y un artículo de Polly Stupples, del Departamento de Geografía de la Universidad Victoria, sobre la prostitución y su prevalencia en Vanuatu, cuyo título es“‘I stap long blad’” (“Lo llevo en la sangre”). En su ensayo Prostitution and the New Slavery [La prostitución y la nueva esclavitud], publicado por Spinifex Press, Vednita Carter denuncia este tipo de explicaciones esencialistas, sexistas y racistas acerca de por qué la mayoría de las mujeres prostituidas son mujeres de color. Y señala: “Los estereotipos racistas de los medios convencionales y el porno presentan a las mujeres negras como animales salvajes, siempre dispuestas a mantener cualquier tipo de sexo, a cualquier hora, con cualquiera”. En la pornografía todo lo relacionado con las mujeres afroamericanas, incluidos nuestros esfuerzos por conquistar los derechos civiles para nuestro pueblo, está sexualizado. Otra revista porno “cita” a una mujer negra diciendo: “El Black Power [Poder Negro] adopta muchas formas; mi favorita es una polla grande y jugosa, rebosante de chocolate, dentro de mi boca”. Como señala Carter, ninguna mujer nace para ser vendida como “azúcar moreno”, “carne negra”, “puta negra” o “culo negro”, por mencionar sólo las expresiones más suaves con las que los chulos y los puteros se refieren a las mujeres de color. Como han apuntado tanto Angela Davis como Catherine MacKinnon, la idea de que las mujeres negras tienen unos impulsos sexuales animales, innatos e incontrolables, es propia de las narrativas que promueven la esclavitud sobre la base de la raza y el sexo. Y las estudiantes y los grupos feministas deberían boicotear al profesorado que defienda esta visión de la prostitución como destino. La Universidad Victoria no era sólo el territorio de Stupples, sino también el de Bennachie, el mencionado coordinador de programas del NZPC, quien en la actualidad participa en un lobby pro-regulación y en un proyecto de colaboración académica destinado abierta y explícitamente a aseptizar el lenguaje y las discusiones en torno a la trata. Lynzi Armstrong, también de la Universidad Victoria, ha demostrado cómo funciona esta aseptización en el número del Women’s Studies Journal sobre “trabajo sexual” editado por Farvid: las circunstancias bajo las cuales se explota a las víctimas de trata se camuflan mediante la expresión “trabajo sexual migrante”. Si hemos de creer a estas voces, las llamadas “trabajadoras sexuales migrantes”, muchas de ellas provenientes de comunidades marginadas, son “tratadas injustamente” en Nueva Zelanda. Pero no porque se las persuada para irse al extranjero, a menudo engañadas, a menudo ahogadas por las deudas, la confiscación de sus pasaportes y las amenazas de deportación, y posteriormente se las coaccione para soportar largas horas de agresiones mientras los chulos se quedan con el dinero, sino porque, tal como lo plantean, nuestras leyes, que todavía penalizan la prostitución de mujeres con visados temporales, limitan injustamente su libertad de circulación para que se las follen jóvenes motoristas, maridos maltratadores, granjeros, hinchas de rugby, hipsters y los tan internacionalmente aclamados empresarios pajilleros neozelandeses. En estos momentos Armstrong, con la ayuda de Cherida Fraser, otra profesora regulacionista de la Universidad Victoria que tiene vínculos directos con el NZPC, está dirigiendo un proyecto de investigación sobre el “comercio sexual”. Su anuncio para reclutar participantes para el proyecto (evidentemente “trabajadoras sexuales” a quienes entrevistar), colgado hace poco en Facebook, lleva el logo del paraguas rojo de la NSWP[2] y ejemplifica perfectamente el actual panorama académico en relación con la prostitución. La conversación que yo mantuve con Fraser en Internet fue también muy ilustrativa de cómo el profesorado regulacionista silencia y desprecia no sólo a las supervivientes de la prostitución, sino también el papel crítico y concientizador que debería asumir la universidad. La mejor ilustración de este desprecio la constituye el siguiente testimonio publicado en las redes sociales en abril de 2016 por una mujer que acababa de volver a casa después de un turno) en un burdel de Auckland, un lugar que, al igual que todas las demás mujeres a quienes conoció allí, detestaba. “Esta noche una mujer nos alquiló a mi mejor amiga y a mí. Nos dijo que trabajaba en cuestiones penitenciarias (agresores sexuales y tal) y que antes dirigía un burdel, y que ha escrito sobre la prostitución para la uni (imagino que la uni de auckland) y se considera feminista pero está a favor del porno y de la prostitución. No mencioné mi postura sobre este tema, nos pagó por 3 horas. Imposible expresar mi nivel de incomodidad.” El desprecio del profesorado regulacionista por las mujeres explotadas sexualmente también tiene gran influencia sobre la cultura universitaria. Un ejemplo lo constituye la “Semana del Sexo” organizada por la Asociación de Estudiantes de la Universidad de Auckland, la cual resultó ser tan falsamente vanguardista y “atrevida” como mis compañeros del instituto y los eslóganes del lobby pro-regulación. La distribución de vendas para los ojos y esposas en la universidad no sólo constituye una patética búsqueda de capital social, sino que convierte en una farsa el ya huero concepto de la “pedagogía del consentimiento” que estas mismas organizaciones afirman defender. [Foto: AUSA – Asociación de Estudiantes de la Universidad de Auckland Es la Semana del Sexo en la AUSA. Y para celebrarlo, ¡recoge unas esposas o una venda para los ojos en el patio!] Este clima reproduce también otra de las dinámicas que el feminismo universitario presuntamente aborrece: la demonización de las mujeres por oposición a la aprobación incondicional de los derechos masculinos en materia de sexo. Cuando en las universidades se reparten esposas durante la “Semana del Sexo”, se publican relatos en los medios estudiantiles de mujeres a las que les encanta el “trabajo sexual”, se escriben artículos académicos en los que se afirma que las mujeres indígenas llevan la prostitución “en la sangre” y se organizan seminarios sobre la afición de las mujeres a la pornografía, las estudiantes sienten una enorme presión para “estar a la altura”. Y cuando actúan en consecuencia – como cuando una mujer de 30 años le envió a su profesor una invitación sexual a Bali por correo electrónico en 2016 – ¿a que no adivinan quién tiene que afrontar las consecuencias? La mujer del ejemplo fue expulsada de la Universidad de Auckland.
¿En serio vivimos en un “entorno posfeminista”? Me lo pregunto porque, mientras que esta alumna fue expulsada, los intentos del NZPC de reclutar estudiantes chinas en la universidad quedó impune; Carwyn Walsh no fue expulsado por publicar en la portada de Massive la imagen de una mujer siendo violada por detrás; la carrera académica de Bennachie no se ha visto en absoluto afectada por el hecho de llevar años repartiendo folletos, a través del NZPC, que enseñan a las mujeres a tolerar la penetración anal y a gritar “FUEGO” si alguien intenta violarlas en el asiento trasero de un coche. Estos hombres permanecen indemnes pese a su descarada defensa de los abusos sexuales, mientras que una mujer que carece del poder para abusar es proscrita sólo por reenviar un correo electrónico. Éste es, por cierto, el mismo doble rasero que se aplica en los tribunales, donde se criminaliza a las mujeres prostituidas pero no a los chulos o a los puteros, en un país en el que la prostitución está completamente despenalizada pero se hace caso omiso del poder masculino para victimizar y agredir. Bajo esa política de despenalización total que normaliza la prostitución, el mundillo académico neozelandés actúa como un lobby de chulos, mientras que todavía se condena a aquellas mujeres que simplemente se limitan a obedecer sus consignas. Esta doble moral no es sólo misógina, sino que contraviene las obligaciones de la universidad. La investigación académica no debería favorecer a ninguna industria; no debería apoyar a organismos de la industria ni exhibir logotipos de la industria. No sería aceptable que alguien del departamento de geografía humana publicase un anuncio con el logo de British Petroleum buscando personas de la industria petrolífera a quienes entrevistar, o que alguien del departamento de antropología publicase un anuncio con el icono de Nike solicitando entrevistas sobre el mundo de la moda. Éstos no atraerían a quienes ofrecen un potente testimonio de violencia, explotación y desolación. Pues bien, resulta igualmente inapropiado que en la universidad se difundan anuncios con el logo del paraguas rojo solicitando entrevistas con mujeres prostituidas. Esto no sólo es sexista y tendencioso: es sencillamente corrupto. Es hora de que las estudiantes se rebelen. El alumnado universitario tiene un largo historial de lucha por su importante papel en la transformación social y porque la base del pensamiento crítico debería ser el análisis del impacto de las ideologías dominantes sobre quienes pueden sufrir sus efectos adversos. Cuando está claro que determinada ideología sirve a una minoría a expensas de una mayoría a la que perjudica, debería ser cuestionada por quienes son conscientes de dichos perjuicios, hasta conseguir cambiarla. Éste es el tipo de conciencia social que las universidades deberían crear en el alumnado: ésa es su función. Debido a la mercantilización de las universidades, una de cuyas manifestaciones es la postura regulacionista del profesorado, el alumnado ya no puede contar con que alimenten y movilicen su conciencia, porque eso no va a ocurrir. Hoy en día la responsabilidad de utilizar todos los recursos disponibles para pensar de manera crítica y en conciencia recae sobre el alumnado. A él corresponde tomar la iniciativa manifestándose activamente contra la promoción de la prostitución en la universidad: la promoción de la ideología que la sustenta y la industria que se lucra a costa de ella, así como el mensaje de que ser folladas por dinero es una opción “profesional” viable para las alumnas. Ninguna estudiante podrá revertir a posteriori los efectos de ser violada por un putero o un chulo; ni exigir a posteriori responsabilidades a la universidad por haber contribuido a que dicha industria le pareciera atractiva. Todas tienen que alzar la voz y organizar una resistencia colectiva ahora, antes de que más estudiantes muerdan el anzuelo que les lanza la universidad. En suma, ya es hora de que las estudiantes le digan al lobby académico pro-regulación: ¡Se acabó! Visita nuestro canal de Youtube con interesantes videos traducidos y subtitulados en español: https://www.youtube.com/channel/UCuDKy2DjYr3Egw6iX1h1tcQ/videos
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